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San Agustín contrapone la crónica de la localidad espiritual, construída por Dios y construida por los fieles, a la localidad terrena, establecida en el egoísmo y la injusticia. Esta interpretación en la fe de la vida individual y colectiva mencionó a varios periodos diferentes.
Agustín de Hipona, San Agustín, (c. 354-430) se encuentra dentro de las personalidades mucho más sorprendentes y complicadas de la historia del cristianismo. A lo largo de su juventud en el norte de África, perteneció a la secta maniquea, que aunaba cristianismo, gnosticismo y también influencias persas, y desde allí inició un periplo escencial y también intelectual que le condujo a Italia, al escepticismo, al neoplatonismo hasta el momento en que halló la síntesis de neoplatonismo y cristianismo. Se bautizó en 387, en 391 entró en un monasterio y en 396 fue ordenado obispo de Hipona. Escribió mucho más de noventa libros, tal como cartas y sermones, unas proyectos que formaron el pensamiento teológico occidental hasta el siglo XIII, en el momento en que pensadores de la talla de san Tomás de Aquino realizaron desde las doctrinas aristotélicas una opción alternativa al agustinismo.
La localidad de Dios (De civitate Dei) es, con las Confesiones, la obra primordial de san Agustín, quien la escribió ahora en su vejez, entre 413 y 426, en años de catástrofes y destrucción (Alarico había saqueado Roma en el año 410). En su parte inicial rebate las acusaciones –fabricadas por historiadores y por las clases romanas nobles– de que Roma hubiese caído por el efecto pernicioso del cristianismo, mientras que censura el paganismo y el culto a varios dioses
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