La vida pequeña: El arte de la fuga (Narrativas hispánicas nº 673)

Un cuaderno de bitácora para enfrentar la vida de una manera nuevo. Una contestación a la pandemia mediante la escritura. 

Tras un cataclismo de gigantes dimensiones causado por algo minúsculo que lo contagia todo, una voz piensa, urde, recuerda o recita, tal reza. Siente que, bajo la crisis mundial liberada por la pandemia, se oculta en el fondo otra patología epidémica mucho más local pero de equivalentes dimensiones, o quizá hasta de mayor gravedad: la de nuestros métodos de vida, la de nuestra relación con la verdad y con las expresiones. La voz, un puro ejercicio de razón, va desgranando temas y variantes en una armonía ética que en ocasiones se modula narrativamente y otras como un monólogo teatral o una indagación poética o filosófica, y donde todos y cada uno de los registros, desde el mucho más grave hasta el humorístico, se marchan trenzando en una especide de arte de la fuga conceptual y musical a la par.

Bajo el título genérico de La vida pequeña, J. Á. González Sainz inicia una especide de dietario, de cuaderno de bitácora, conformado por breves contenidos escritos íntimos en pos de un nuevo modo de ver y vivir. Es como una caja de pastillas meditativas, o un collar de cuentas que se tienen la posibilidad de leer hiladas desde el comienzo o aun sueltas, a la suerte. El emprendimiento está planteado como una trilogía: El arte de la fuga es la primera distribución, a la que proseguirán El arte del sitio y El arte del momento.

Este es un libro contra la aceleración, contra la pérdida de situación y la banalidad, contra la desatención y la patraña y contra las muchedumbres. En frente de las gigantes dimensiones de ello en nuestras vidas, «la vida pequeña que no sé si sugiero o me sugiero o mucho más bien busco o imagino o qué sé yo qué», afirma el artículo, «almacena relación con una exclusiva heroicidad que quizás podría nombrarse alegría, la heroicidad de agradar alegrías mucho más altas». Aún faltan esos héroes, escribió Hölderlin, de cuya mano (igual que de la de Machado, Montaigne y Handke, Séneca o Camus o Rilke, con quien a Stefan Zweig le encantaba pasear por el hecho de que reparaba en cualquier pequeñez), el creador, o mucho más bien «el atento, el aproximado», inicia su denodada búsqueda literaria y filosófica. Otros varios autores le acompañan, por servirnos de un ejemplo Thoreau o Stevenson, de quien una cita sirve de pórtico y declaración de pretenciones: «Disponemos tanta prisa por realizar, por redactar, por conseguir agilidad, por realizar nuestra voz audible un instante en el desdeñoso silencio de la eternidad, que nos olvidamos de una cosa, de la que esas otras solo forman parte, esto es, de vivir.»

Una obra de orfebre, destilada con afinado oído para la lengua, llevada a cabo de pensamientos apacibles o de imaginaciones absrudas y recuerdos, en pos de un método nuevo de enfrentar la vida y la verdad: «escapar a lo real», leemos, «desbrozar las fantasmagorías y la inacabable filfa del estruendo de nuestros días para escabullirse a la ligereza del taburete de lo real».