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En los comienzos de la Revolución Rusa, si bien en el Parlamento convivían distintas tendencias políticas y aún estaban en minoría esos a quienes entonces llamarían marxistas, parte importante del Parlamento era democrático y cohabitaban asimismo incondicionales del zar, al que se consideraba intocable tras trescientos años desde el instante en que los Romanov comenzaran a regir los sitios de todas y cada una de las Rusias. Fue el regreso de Lenin —que viene de Alemania con destino Finlandia— el que propició un emprendimiento político que convertía a los viejos demócratas en marxistas y producía una actitud crítica contra las clases líderes de Rusia, muy singularmente contra amigos y familiares de los zares: la consecuencia mucho más instantánea resultó la persecución de los Romanov después de los cambios políticos de la Duma. Entre los diferentes individuos que recomendaban al zar, la zarina ingresó a un interesante santón popular como Rasputín, cuya predominación en la familia real resultaría deplorable. Aun campos de la vieja monarquía —que habían sido firmes apoyos del zar—, como la familia Yusupov o como el enorme duque Pablo Romanov y su hijo Dimitri, se ubicaron fuera del marco de los viejos halagadores de Nicolás II. Rota la lealtad del pueblo hacia los zares y dividida nuestra nobleza frente a la ineficacia de las políticas de democratización popular, no fue viable salvaguardar la monarquía pese a los diligentes intentos de Kerensky: bastante tarde.
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