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Jamás debería haber recibido ese acuerdo…
Hace treinta días, mi jefe —un tiburón de Wall Street— asistió a mí con una oferta que no pude negar: poner mi firma en una línea de puntos y fingir ser su prometida en el transcurso de un mes. Si accedía, podía rescindir mi contrato laboral con una indemnización por despido «increíblemente desprendida».
Las reglas eran extremadamente simples: contraindicado besarse y tener sexo. Solo había que fingir que nos deseábamos frente a la prensa, si bien desde el día que lo conocí siempre y en todo momento había esperado borrarle esa imbécil sonrisa de superioridad de la cara.
La verdad es que no debí pensármelo un par de veces. Firmé y empecé a contar los segundos que me faltaban hasta librarme por fin de su chulería de gama alta.
Solo soporté un minuto…
Nos luchamos a lo largo de todo el viaje de 4 horas hasta su localidad natal y no logramos ofrecer una impresión convincente frente a la prensa que nos aguardaba. Pero lo malo fue que, justo en el momento en que iba a arrancarle aquel ademán insolente de la cara, se quitó la toalla de baño enfrente de mí, a propósito, y me dejó sin expresiones con su integrante de veinte centímetros, para «probarme quién era el más esencial» en nuestra relación. Después me dedicó su tonta sonrisa de suficiencia nuevamente y me preguntó si deseaba que consumáramos lo nuestro.
Y lo malo de todo es que ese fue solo el primero de los días.
Todavía quedaban otros veintinueve por enfrente…
Hace treinta días, mi jefe —un tiburón de Wall Street— asistió a mí con una oferta que no pude negar: poner mi firma en una línea de puntos y fingir ser su prometida en el transcurso de un mes. Si accedía, podía rescindir mi contrato laboral con una indemnización por despido «increíblemente desprendida».
Las reglas eran extremadamente simples: contraindicado besarse y tener sexo. Solo había que fingir que nos deseábamos frente a la prensa, si bien desde el día que lo conocí siempre y en todo momento había esperado borrarle esa imbécil sonrisa de superioridad de la cara.
La verdad es que no debí pensármelo un par de veces. Firmé y empecé a contar los segundos que me faltaban hasta librarme por fin de su chulería de gama alta.
Solo soporté un minuto…
Nos luchamos a lo largo de todo el viaje de 4 horas hasta su localidad natal y no logramos ofrecer una impresión convincente frente a la prensa que nos aguardaba. Pero lo malo fue que, justo en el momento en que iba a arrancarle aquel ademán insolente de la cara, se quitó la toalla de baño enfrente de mí, a propósito, y me dejó sin expresiones con su integrante de veinte centímetros, para «probarme quién era el más esencial» en nuestra relación. Después me dedicó su tonta sonrisa de suficiencia nuevamente y me preguntó si deseaba que consumáramos lo nuestro.
Y lo malo de todo es que ese fue solo el primero de los días.
Todavía quedaban otros veintinueve por enfrente…
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