La muerte en un naipe (Sin Ficción nº 9)

El 24 de enero del año 2003, Alfredo Gallardo Sotillo salió de su casa con la intención de ofrecer una vuelta por La capital española y, en el momento en que encontrase una condición conveniente, matar a alguien. A alguno. Al llegar a una calle en el centro vio una portería abierta y entró. Allí halló a un hombre dando de comer a su hijo pequeño. Le solicitó que se arrodillase y, frente a la mirada del niño, lo ejecutó.
Aquella fue la primera de las nueve víctimas del que se transformaría en entre los delincuentes en serie mucho más buscados en España, apodado por la prensa como El Asesino de la Baraja.
Armado con una pistola Tokarev TT-33 que trajo a España de su paso como militar por Bosnia, y pese a un completo rastreo por la parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, un cúmulo de casualidades consiguieron que eludiera la justicia.
El 3 de julio del 2003 decidió entregarse en la comisaría de la Policía Local de Puertollano. El sitio que le vio nacer.
Tras cambiar sus afirmaciones en múltiples oportunidades, Alfredo Gallardo Sotillo fue culpado a un pago de 609.182 euros por daños morales y lesiones, tal como a una lástima de prisión de ciento 40 y un par de años. En menos de diez años va a estar libre.