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AQUEL GENERAL al que inmortalizaría en cierta manera A. Dumas no se recató en el momento de contar sus hazañas o su aptitud de abnegación. Bastante lúcido para no olvidar su condición de invasor, no podía por menos de admitir que «la mayor parte de los pobladores» se alegraría de su marcha. Pero a él parecía con¬vencerle la cree de las minorías: las autoridades civiles y eclesiásticas que por la tarde del día 31 le habían dado muestras de aprecio. Al amanecer del día después, esta contraposición de masas y elites se desvanece en el momento en que asegura que «ciertos cientos de personas» –en una localidad que podría estar cerca de los 12.000 pobladores– le resulta¬peraban para mencionarle adiós. De forma segura Thiébault exageró la consistencia humana de la despedida, especialmente si reparamos en la coyuntura de que ocurrió en una madrugada de invierno, y asimismo al decir que la población helmántica le «demos¬traba enorme cuenta». (De la Presentación de Ricardo Robledo)
«Pero por muy lamentable y muy humillante que sea este recuerdo, es requisito de¬cirlo
«Pero por muy lamentable y muy humillante que sea este recuerdo, es requisito de¬cirlo
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