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“Si me marcho el purgatorio, tú me sacarás de allí”. Era una broma que acostumbraba a hacerle sor María Gabriela a sor María de la Cruz toda vez que esta la reñía, ya que no era muy impecable, sobrenaturalmente comentando. Pero ninguna de ellas pensaba enserio que eso era exactamente lo que iba a acontecer. En el año 1871, gracias a una grave epidemia, murió sor María Gabriela en su convento de Valognes (Francia), a los 36 años de edad.
En 1874, tras tres meses oyendo unos gemidos extraños, sor María de la Cruz escuchó una voz bien conocida: “¡No poseas temor! Soy sor María Gabriela. Tú no vas a ver mis sufrimientos”. Aquella alma en pena le logró comprender a su vieja compañera que, ya que había menospreciado habitualmente sus consejos, en este momento debería multiplicar sus visitas para asistirle a santificarse. Entraba en el plan divino que fuera sor María de la Cruz quien, por su santidad de vida, aligerara las penas y, por último, liberara a aquella que le había hecho entrenar tanto la paciencia.
A lo largo de varios años, hasta noviembre de 1890, sor María Gabriela visitó regularmente a sor María de la Cruz entablando entre ellas enigmáticas diálogos. La fallecida fue respondiendo a las varias cuestiones que le hacía su hermana en vida, quien tuvo la feliz iniciativa de redactar todo cuanto escuchaba… Es de esta forma como aparece este manuscrito, son los apuntes tomados de una voz de ultratumba.
En sus páginas vamos a encontrar un testimonio sobre la verdad del purgatorio, sobre el instante de la desaparición y el juicio. Pero es más que nada una genuina guía para lograr la santidad y tener vida interior de alguien que contempla la vida terrena ahora desde la eternidad. Nos sugiere ir a todos a entender mejor el enorme amor que nos tiene Dios y la considerable suma de gracias que derrama sobre nosotros.
En 1874, tras tres meses oyendo unos gemidos extraños, sor María de la Cruz escuchó una voz bien conocida: “¡No poseas temor! Soy sor María Gabriela. Tú no vas a ver mis sufrimientos”. Aquella alma en pena le logró comprender a su vieja compañera que, ya que había menospreciado habitualmente sus consejos, en este momento debería multiplicar sus visitas para asistirle a santificarse. Entraba en el plan divino que fuera sor María de la Cruz quien, por su santidad de vida, aligerara las penas y, por último, liberara a aquella que le había hecho entrenar tanto la paciencia.
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