La maleta del emigrante

“(…) Quizá sean ideas mías, abuelo, pero siento que este diciembre de aquí no es completamente mío como el de allí. Aquí nada es mío, tal y como si estuviese siempre y en todo momento de visita. Doña Francisquita afirma que eso es de esta manera al comienzo pero después echamos raíces y ahora estamos como en el hogar. ¿Después cuándo, abuelo? ¿Tras qué? (…)”.
De esta forma le escribía una pequeña de diez años al abuelo que la despidiese en la aldea. Es que los sueños de los pequeños emigrantes no estaban adelante, como los de sus progenitores. Quedaban atrás, desdibujándose, muriendo en el adiós. Al llegar al nuevo planeta debían reinventarse, y no estaban preparados.
“(…) ¿Recuerda en el momento en que usted me afirmaba que yo siempre y en todo momento andaba papando moscas, y yo le respondía que no era eso sino buscaba sueños, como hacía el niño de aquel libro que me regalase el tío Juan? Bueno, ya que en este momento sí que ando papando moscas pues los sueños no los acercamiento (…)”.
En el poso de la memoria de América van a quedar para toda la vida recuerdos y leyendas ancestrales escuchadas al calor del lar en las cocinas gallegas.
Van a quedar, asimismo, las maletas que subyacen en el alma de cada emigrante.