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Se dijo con mucha continuidad que el hombre es el animal de las dilaciones: difiere, retrasa, pospone. Mucho más aún, si hablamos de ofrecer pasos en la vida espiritual y de meditar en la presencia que le espera en el «mucho más allí». Con todo, una fuerza irreprimible le atrae: la alegría. Y Jesús se muestra frente él desvelándole el misterio para alcanzarla: vivir las Bienaventuranzas. Ellas no son mucho más que la descripción de su Rostro. Con Jesús va a aprender a ser pobre de espíritu, manso y humilde, misericordioso y pacífico, apasionado de la justicia y limpio de corazón…
Confío en que, mediante la meditación de estas páginas, el lector oiga la llamada del Señor y se atreva a ir tras Él, consciente desde el principio de que la santidad es obra divina, no humana. Precisamente, el «heroísmo de la santidad» no procede de uno mismo, sino más bien de Dios. Lo que se ajusta a cada uno de ellos es solicitarlo como un don y pelear por encarnarlo. Y, mientras que avanza, la activa de su historia espiritual se desplegará en una pelea incesante, confiada y pacífica. Incesante, pues al estar sostenida por Dios, no conoce ni pausas ni claudicaciones. Confiada, por el hecho de que se sostiene en la convicción de que nuestro Dios va a hacer viable lo que «para los hombres es realmente difícil» (Mc diez, 27). Y pacífica, por el hecho de que esa pelea se efectúa sostenida en el «Dios de la paz» (Rm 15, 33).
¡Qué privilegio el nuestro de ser llamados a la alegría por exactamente el mismo Cristo! Él nos llama a ser contentos por el sendero de las Bienaventuranzas, pues ellas poseen la promesa que sintetiza todos y cada uno de los recursos aguardados: ¡ver a Dios!
Confío en que, mediante la meditación de estas páginas, el lector oiga la llamada del Señor y se atreva a ir tras Él, consciente desde el principio de que la santidad es obra divina, no humana. Precisamente, el «heroísmo de la santidad» no procede de uno mismo, sino más bien de Dios. Lo que se ajusta a cada uno de ellos es solicitarlo como un don y pelear por encarnarlo. Y, mientras que avanza, la activa de su historia espiritual se desplegará en una pelea incesante, confiada y pacífica. Incesante, pues al estar sostenida por Dios, no conoce ni pausas ni claudicaciones. Confiada, por el hecho de que se sostiene en la convicción de que nuestro Dios va a hacer viable lo que «para los hombres es realmente difícil» (Mc diez, 27). Y pacífica, por el hecho de que esa pelea se efectúa sostenida en el «Dios de la paz» (Rm 15, 33).
¡Qué privilegio el nuestro de ser llamados a la alegría por exactamente el mismo Cristo! Él nos llama a ser contentos por el sendero de las Bienaventuranzas, pues ellas poseen la promesa que sintetiza todos y cada uno de los recursos aguardados: ¡ver a Dios!
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