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«Las patrañas no acostumbran a mantenerse de pie bastante tiempo por bastante empeño que se ponga en sostenerlas. Las mías no duraron ni 4 días.
En el momento de ofrecer explicaciones, le dije a la Abuela que don Felipe me tenía enfilado, que no me pasaba ni una y que sacaba de recorrido a la Tizona con mucha continuidad, con fundamentos o sin ellos.
El Chache no me dio la posibilidad de justificarme antes de quitarse el cinturón y solo tuve tiempo de verter unas lágrimas tan sentidas y abundantes que podría haber llenado el botijo, que no hay comparación viable entre la doce de golpes en las nalgas con la zapatilla de la Abuela, mucho más bien premeditados que lacerantes, y la docena extendida de académicos correazos con el cinto de mi tío.
Con don Felipe contuve el llanto a duras penas, que uno tenía su dignidad, y me excusé con el motivo de que Paquito el Bolas y sus secuaces, de nuevo, la habían tomado conmigo.
Y, naturalmente, al Bolas no le dije nada y también procuré por todos y cada uno de los medios sostener las distancias, cuanta mucho más mejor, que no deseaba recibir mucho más cardenales que un concilio».
Toño tiene trece años, y detesta la escuela tanto como teme al profesor, don Felipe, y al Bolas, el matasiete del instituto. No es de extrañar que quiera ocultarse de los dos.
Al lado de su amigo el Bizco, Toño recorre por los caminos de Azucel la senda hacia la edad avanzada.
Una observación nostálgica, tierna y llena de humor de la vida en un pueblo de la España interior en los años ‘60.
En el momento de ofrecer explicaciones, le dije a la Abuela que don Felipe me tenía enfilado, que no me pasaba ni una y que sacaba de recorrido a la Tizona con mucha continuidad, con fundamentos o sin ellos.
El Chache no me dio la posibilidad de justificarme antes de quitarse el cinturón y solo tuve tiempo de verter unas lágrimas tan sentidas y abundantes que podría haber llenado el botijo, que no hay comparación viable entre la doce de golpes en las nalgas con la zapatilla de la Abuela, mucho más bien premeditados que lacerantes, y la docena extendida de académicos correazos con el cinto de mi tío.
Con don Felipe contuve el llanto a duras penas, que uno tenía su dignidad, y me excusé con el motivo de que Paquito el Bolas y sus secuaces, de nuevo, la habían tomado conmigo.
Y, naturalmente, al Bolas no le dije nada y también procuré por todos y cada uno de los medios sostener las distancias, cuanta mucho más mejor, que no deseaba recibir mucho más cardenales que un concilio».
Toño tiene trece años, y detesta la escuela tanto como teme al profesor, don Felipe, y al Bolas, el matasiete del instituto. No es de extrañar que quiera ocultarse de los dos.
Al lado de su amigo el Bizco, Toño recorre por los caminos de Azucel la senda hacia la edad avanzada.
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