El conde de Montecristo

El conde de Montecristo es una sólida novela de aventuras. Naufragios, cárceles, fugas, ejecuciones, homicidos, traiciones, envenenamientos, suplantaciones de personalidad, un niño sepultado vivo, una muchacha resucitada, catacumbas, contrabandistas, bandoleros, bienes, idilios, reveses de fortuna, golpes de teatro, todo para hacer una atmósfera irreal, excepcional, fabulosa, a medida del superhombre que se desplaza en ella. Y todo ello arropado en una novela de prácticas, digna de medirse con las contemporáneas de Balzac. Pero, además de esto, toda la obra da un giro cerca de un concepto ética: el mal ha de ser castigado. El conde, desde esa altura que le da la sabiduría, la riqueza y el manejo de los hilos de la trama, se erige en «la mano de Dios» para repartir premios y castigos y vengar su juventud y su amor destrozados. En ocasiones, en el momento en que hace milagros para socorrer al justo de la desaparición, el lector se estremece de emoción. Otras, en el momento en que asesta los inexorables hachazos de la venganza, estamos estremecidos. Al fin y al cabo, una novela que nos captura de principio a fin.