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En 1926 Alfonso Hernández Catá publicó El ángel de Sodoma. Se considera la primera enorme novela gay de la literatura cubana. Su personaje principal revela sus inclinaciones eróticas en la mitad de su cerrado ámbito familiar y se enfrentamiento entre las secuelas de su condición personal y lo ineludible:
"A una señal, ámbas crisálidas surgieron dejando en tierra la fea envoltura que embotaba sus formas de distintos colores, y 4 brazos se tendieron hacia los trapecios. Hubo una doble lección de estatua beligerante, llevada a cabo de músculos, de forzadas sonrisas, de emanaciones de juventud vigorosa. Fieras y hombres miraban, con exactamente el mismo ver, el veloz bambolearse de los 2 péndulos humanos. Los verdes, los colorados, los azules, los amarillos lumínicos de los trajes, fundíanse en un solo color indefinible, frutal aún. Y, como un eco de aquel movimiento ritmado por el látigo y por el allegro cobrizo de la charanga, personas y bestias cabeceaban, cabeceaban… En el final del número, el león y el tigre, rampantes, a uno y otro radical de la línea transitada por los acróbatas, han recibido a los gimnastas entre sus garras, en un abrazo repentino que levantó aullidos de voluptuosa angustia. Y, finalmente, en carrera circular apuntada desde el centro por el domador, la mujer, el hombre y las fieras formaron, a lo largo de pocos minutos, una rueda de vértigo cuyos radios sonoros trazaba la fusta.
Se han quedado largo rato sentados, mientras que salía la multitud, hasta el momento en que las crudas luces de los arcos, que asimismo hacían volatines al radical de los alambres, se extinguieron. Entonces entraron a saludar a los personajes principales de la celebración.
Encogido a lo largo de las muestras, José-María tuvo un instante entre su mano la tibia de la mujer, la de su compañero de hazaña y la del domador. Los invitaron, prácticamente por fuerza, a tomar unas copas de coñac y Jaime supo, con júbilo, que en la primera escala de su buque volverían a hallarse. Ahora en la calle, oprimiendo nuevamente el brazo fraterno, vanidosamente interrogativo, el marino preguntó:
—¿Qué te ha semejado? Ahora verías de qué manera me miraba. Es una mujer de primera. ¡Ah, por una hembra de esta manera, si bien hubiese de desembarcarme de diez buques!… ¿Te fijaste en sus ojos? ¿En su boca?
Sin estas 2 últimas cuestiones, la dulce autoridad de José-María habríase alzado miedosa, presta a protestar o a persuadir. Pero la contestación, apareciendo inmediata en su cabeza, fue tan inopinada, tan turbadora, tan novedosa y pavorosa para él mismo, que debió apretar los labios, según acostumbraba a llevar a cabo Isabel-Luisa, a fin de que ni una palabra revelase el hirviente abismo abierto de repente en su conciencia. Jaime iba sobrepasado del propio deseo, y de ahí que no ha podido avisar su estupor ni leer en sus ojos mojados de espanto las contestaciones. Pero su alma debía grabarlas con trozos de fuego en todas y cada una de sus facciones: "No, no se había fijado en la mujer… No sabía si era rubia o morocha. Sus cinco sentidos sumados al de la visión, no habíanle bastado para ver, con todo anhelo, con todas y cada una de las potencias sexys dormidas hasta el momento, sin que su razón se diese cuenta, a otra sección. Desde el instante en que ámbas crisálidas dejaron en el suelo la envoltura, un instinto imperativo, adueñándosele de la mirada, borró completamente la escultura femenina, las fieras, hasta la multitud. Fue un largo y hondo minuto, turbio, lleno de removidas heces de instinto, en el que su razón, su ética, su pudor, sus timideces, su dignidad misma, sintieron reventar bajo ellos una erupción inmediata y también irreprimible. Y en este momento, en la mitad de la calle, dando tropezón que, afortunadamente, Jaime atribuyó a su falta de práctica de tomar, confesóse sin medir aún todo la llegada horrible del hallazgo, que solo el eco del tacto de entre las tres diestras estrechadas persistía en la suya, y que únicamente una figura perduraba en su retina y en sus nervios: la del hombre… ¡La del hombre joven y fornido solamente!"
"A una señal, ámbas crisálidas surgieron dejando en tierra la fea envoltura que embotaba sus formas de distintos colores, y 4 brazos se tendieron hacia los trapecios. Hubo una doble lección de estatua beligerante, llevada a cabo de músculos, de forzadas sonrisas, de emanaciones de juventud vigorosa. Fieras y hombres miraban, con exactamente el mismo ver, el veloz bambolearse de los 2 péndulos humanos. Los verdes, los colorados, los azules, los amarillos lumínicos de los trajes, fundíanse en un solo color indefinible, frutal aún. Y, como un eco de aquel movimiento ritmado por el látigo y por el allegro cobrizo de la charanga, personas y bestias cabeceaban, cabeceaban… En el final del número, el león y el tigre, rampantes, a uno y otro radical de la línea transitada por los acróbatas, han recibido a los gimnastas entre sus garras, en un abrazo repentino que levantó aullidos de voluptuosa angustia. Y, finalmente, en carrera circular apuntada desde el centro por el domador, la mujer, el hombre y las fieras formaron, a lo largo de pocos minutos, una rueda de vértigo cuyos radios sonoros trazaba la fusta.
Se han quedado largo rato sentados, mientras que salía la multitud, hasta el momento en que las crudas luces de los arcos, que asimismo hacían volatines al radical de los alambres, se extinguieron. Entonces entraron a saludar a los personajes principales de la celebración.
Encogido a lo largo de las muestras, José-María tuvo un instante entre su mano la tibia de la mujer, la de su compañero de hazaña y la del domador. Los invitaron, prácticamente por fuerza, a tomar unas copas de coñac y Jaime supo, con júbilo, que en la primera escala de su buque volverían a hallarse. Ahora en la calle, oprimiendo nuevamente el brazo fraterno, vanidosamente interrogativo, el marino preguntó:
—¿Qué te ha semejado? Ahora verías de qué manera me miraba. Es una mujer de primera. ¡Ah, por una hembra de esta manera, si bien hubiese de desembarcarme de diez buques!… ¿Te fijaste en sus ojos? ¿En su boca?
Sin estas 2 últimas cuestiones, la dulce autoridad de José-María habríase alzado miedosa, presta a protestar o a persuadir. Pero la contestación, apareciendo inmediata en su cabeza, fue tan inopinada, tan turbadora, tan novedosa y pavorosa para él mismo, que debió apretar los labios, según acostumbraba a llevar a cabo Isabel-Luisa, a fin de que ni una palabra revelase el hirviente abismo abierto de repente en su conciencia. Jaime iba sobrepasado del propio deseo, y de ahí que no ha podido avisar su estupor ni leer en sus ojos mojados de espanto las contestaciones. Pero su alma debía grabarlas con trozos de fuego en todas y cada una de sus facciones: "No, no se había fijado en la mujer… No sabía si era rubia o morocha. Sus cinco sentidos sumados al de la visión, no habíanle bastado para ver, con todo anhelo, con todas y cada una de las potencias sexys dormidas hasta el momento, sin que su razón se diese cuenta, a otra sección. Desde el instante en que ámbas crisálidas dejaron en el suelo la envoltura, un instinto imperativo, adueñándosele de la mirada, borró completamente la escultura femenina, las fieras, hasta la multitud. Fue un largo y hondo minuto, turbio, lleno de removidas heces de instinto, en el que su razón, su ética, su pudor, sus timideces, su dignidad misma, sintieron reventar bajo ellos una erupción inmediata y también irreprimible. Y en este momento, en la mitad de la calle, dando tropezón que, afortunadamente, Jaime atribuyó a su falta de práctica de tomar, confesóse sin medir aún todo la llegada horrible del hallazgo, que solo el eco del tacto de entre las tres diestras estrechadas persistía en la suya, y que únicamente una figura perduraba en su retina y en sus nervios: la del hombre… ¡La del hombre joven y fornido solamente!"
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