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El doncel de don Enrique el Débil cuenta una intriga cortesana en el siglo XIV. Mariano José de Larra hace un retrato de temporada que sostiene la tensión del lector en todo momento con una descripción prácticamente obsesa de una trama llena de maquinadores y ambiciosos.
Fragmento de la obra
Antes de instruir el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos semeja inútil avisar a esas personas en demasía bondadosas que nos deseen prestar su atención, que si tienen que proseguirnos en el laberinto de hechos que iremos a linkear unos con otros en obsequio de su solaz, han menester moverse con nosotros a temporadas distantes y a siglos recónditos, para vivir, digámoslo de esta forma, en otro orden de sociedad en nada similar a este que en el siglo XIX marca la adelantada civilización de la letrada Europa.
Tiempos contentos, o infelices, en que ni la belleza de las ciudades, ni la simple comunicación entre los hombres de apartados países, ni la seguridad individual que en el día prácticamente nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones, ni una multitud, en resumen, de refinadas y ricas pretensiones falsas cumplidas, podían separar de la imaginación del católico la iniciativa, que jura inculcarnos nuestro sagrado dogma, de que hacemos en esta vida transitoria una corto y molesta peregrinación, que nos lleva a término mucho más permanente y bienaventurado.
Fragmento de la obra
Antes de instruir el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos semeja inútil avisar a esas personas en demasía bondadosas que nos deseen prestar su atención, que si tienen que proseguirnos en el laberinto de hechos que iremos a linkear unos con otros en obsequio de su solaz, han menester moverse con nosotros a temporadas distantes y a siglos recónditos, para vivir, digámoslo de esta forma, en otro orden de sociedad en nada similar a este que en el siglo XIX marca la adelantada civilización de la letrada Europa.
Tiempos contentos, o infelices, en que ni la belleza de las ciudades, ni la simple comunicación entre los hombres de apartados países, ni la seguridad individual que en el día prácticamente nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones, ni una multitud, en resumen, de refinadas y ricas pretensiones falsas cumplidas, podían separar de la imaginación del católico la iniciativa, que jura inculcarnos nuestro sagrado dogma, de que hacemos en esta vida transitoria una corto y molesta peregrinación, que nos lleva a término mucho más permanente y bienaventurado.
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