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CON LUTERO, el fiel podía ahora entablar una relación directa con Dios sin precisar mediadores. Aquello fue un torpedo en el centro de la línea de flotación de la barca de Pedro. La comunicación personal con Dios se iba a efectuar ahora por medio de una oración novedosa que se desprendía de la rancia fórmula que repetía oraciones en latín, sin que el leal supiese lo que decía. Era la oración de la emoción, del suspiro y el sollozo, del padecimiento frente la existencia de un Cristo de bulto brutalmente torturado y que impedía abrazar y besar su padecimiento. Se rozaban entonces las fronteras del masoquismo: sentir que la madera se hacía carne y la pintura sangre y el pelo natural de las torturadas imágenes del barroco, pelo de Cristo. ¿Dónde poner barreras a una emoción que brotaba como lava de profundidades magmáticas en las que la libido se hacía presente camuflada en accésit?Estas cuestiones se elabora Tomás de Becedas en el trabajo en que disecciona los secuestros místicos hasta conseguir en ellos el germen de una epilepsia mística que, durante los siglos, se conoció con el eufemismo del “mal sagrado”. Tomás de Becedas prosigue la vida la Teresa en su patético funambulismo entre la persecución de la Inquisición y la protección de Felipe II, el alcalde de Dios, que en la coyuntura religiosa del siglo XVI comprendió que era mucho más diplomático que España mostrase al planeta católico una santa mejor que una hechicera y un altar mejor que un brasero. Terminantemente, Tomás de Becedas se queda con la Teresa doméstica que se curaba como podía de sus disfunciones, con el apoyo de una pluma rezadora. Y ha subsistido la obra de la autora mucho más fuerte, en español, hasta nuestros días.
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