El corpus de Granada (Andalucía)

De año en año, a fines de mayo o primeros de junio, sesenta días pasados tras el Domingo de Resurrección, la localidad nazarita se pone mucho más hermosa que jamás, que es bien difícil. Se engalana con sus mejores trajes. Se ponen toldos de arpillera. Se cuelgan luces de múltiples colores y diferentes siluetas geométricas que recordarán al ciudadano de caminando que los días mayores de la región se acercan. Se muestra un letrero oficial con toda la programación de las fiestas. Gallardetes, banderines, flámulas, oriflamas y grímpolas incrementan la tonalidad de la región con su diferente gama de alegría y vistosidad. El recinto ferial empieza a rememorar nuevamente con el montaje de casetas y barracas en el que, por espacio de unos nueve días, todo va a ser alegría y bullicio. El albero que baña las calles Martinetes, Verdiales, Reja, Polo, Vito, Caña, Zambra y Maimones empieza a regarse a fin de que la «polvarea» no empañe el clásico desfile de carruajes y caballistas.
Los columpios anegan la calle del Infierno al paso que las casetas-disco ahora se afanan en evaluar sus estruendosos aparatos de música. Los puestos de algodón, churros, hamburguesas, perros calientes, kebabs, maíz, chucherías y turrones son instalados tan fugazmente como el tiempo que van a durar en el perímetro de Almanjáyar.
Y sucede que Granada se acicala ceremoniosamente para su celebración mayor. Una celebración, la del Corpus Christi, que alcanzará su punto mucho más culminante en el momento en que el Muy santo, con fragancia a juncia, romero y mastranzo, recorra las calles ese jueves que relumbra mucho más que el sol y en el que todos y cada uno de los devotos lucen sus mejores galas.