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"¿Qué es, ya que, lo que destacaríamos en este juicio final sobre Carlos V? Su accionar caballeresco, su respeto a la palabra dada, su sacrificio personal en pro de sus pueblos..."
Manuel Fernández Álvarez (1921-2010) todavía es la enorme autoridad en la España del siglo XVI, a la que dedicó mucho más de cincuenta años de estudio. Su obra magna, Carlos V, el césar y el hombre, es uno de esos extraños descubrimientos en que la biografía del emperador nos llega con toda la pasión que su creador puso en ella y con la calidad literaria que pocos como él supieron dar a sus proyectos históricas. La obra mereció el premio Don Juan de Borbón al libro del año en 2000.
Durante estas páginas contemplamos al rey-soldado poniendo su historia al tablero para combatir por la liberación de Viena o por la toma de Túnez o de Argel. Le observamos como el enorme viajero, yendo y viniendo por sus reinos para saber y ser popular por sus vasallos, o para entrevistarse en la cima con los enormes individuos de su tiempo. Observamos al emperador, lanza en ristre, cabalgando por los campos de Mühlberg, como lo pintó el excelente Tiziano. Es exactamente el mismo que, agotado del poder, se quita al último cobijo de Yuste. Pero es asimismo el hombre de familia, al que observamos vivir las Navidades con los suyos, como lo logró en 1536 en Tordesillas, adjuntado con su mujer, la emperatriz, con sus hijos y con su madre, doña Juana. Y, como no podía ser menos, el hombre galante del Renacimiento, del que se marchan conociendo sus otros lances cariñosos.
Manuel Fernández Álvarez (1921-2010) todavía es la enorme autoridad en la España del siglo XVI, a la que dedicó mucho más de cincuenta años de estudio. Su obra magna, Carlos V, el césar y el hombre, es uno de esos extraños descubrimientos en que la biografía del emperador nos llega con toda la pasión que su creador puso en ella y con la calidad literaria que pocos como él supieron dar a sus proyectos históricas. La obra mereció el premio Don Juan de Borbón al libro del año en 2000.
Durante estas páginas contemplamos al rey-soldado poniendo su historia al tablero para combatir por la liberación de Viena o por la toma de Túnez o de Argel. Le observamos como el enorme viajero, yendo y viniendo por sus reinos para saber y ser popular por sus vasallos, o para entrevistarse en la cima con los enormes individuos de su tiempo. Observamos al emperador, lanza en ristre, cabalgando por los campos de Mühlberg, como lo pintó el excelente Tiziano. Es exactamente el mismo que, agotado del poder, se quita al último cobijo de Yuste. Pero es asimismo el hombre de familia, al que observamos vivir las Navidades con los suyos, como lo logró en 1536 en Tordesillas, adjuntado con su mujer, la emperatriz, con sus hijos y con su madre, doña Juana. Y, como no podía ser menos, el hombre galante del Renacimiento, del que se marchan conociendo sus otros lances cariñosos.
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