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Bizancio, el Imperio heredero del de roma y defensor tenaz de la religión cristiana, desarrolló una civilización tan magnífica que terminó por ser irreprimible para sus contemporáneos. Los trabajos de sus orfebres, las sedas finas, los vasos de piedras duras, manuscritos y marfiles fueron buscados con denuedo. Los mosaístas bizantinos mucho más deliciosos dejaron su huella en Córdoba, Damasco, Kiev y Palermo. El triunfo de la Ortodoxia dejó desarrollar ciertas de sus proposiciones mucho más auténticos. En los tiempos de las dinastías macedónica y comnena, maduraron resoluciones arquitectónicas y programas ornamentales de semejante claridad conceptual y efectividad que perduraron a lo largo de centurias. Las imágenes sagradas, dotadas de una dignidad ceremonial insuperable y una calidad artística acorde con la hondura de los mensajes de las que eran portadoras, ocuparon entonces y para toda la vida un espacio central en la vida bizantina. Se extendieron por los Balcanes, las tierras del mar Negro y las llanuras rusas y sedujeron a los de europa cultivados de Occidente: como hoy día.
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