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El rock es una actividad dionisíaca. Son el grito, el baile, el canto y el desvarío los elementos que definen su tonalidad. Esta última no es otra que la que aparece de la embriaguez y su capacitad de confundir lo real, de dislocar los planos y modificar el movimiento habitual de los hechos. La embriaguez, del mismo modo, comunica frente todo con el caos, y es la necesidad de disolución lo que está en el origen de toda creación poética: no aparece ella sino más bien de la necesidad de ir alén de los límites, en una cultura (la occidental) que se construyó en el miedo de lo no determinable.
No obstante, si proponemos lo previo en términos ontológicos, hemos de asegurar: la experiencia del rock es experiencia de lo sagrado por cuanto en ella el ser es radicalmente transformado al tomar contacto con las energías exuberantes y electrificantes que forman la vida de todo el mundo. El ser, al derretirse en las emanaciones de lo sagrado resulta, verdaderamente, electrizado. Se habla, entonces, en el momento en que charlamos del rock, de una relación entre el ser y la electricidad.
No obstante, si proponemos lo previo en términos ontológicos, hemos de asegurar: la experiencia del rock es experiencia de lo sagrado por cuanto en ella el ser es radicalmente transformado al tomar contacto con las energías exuberantes y electrificantes que forman la vida de todo el mundo. El ser, al derretirse en las emanaciones de lo sagrado resulta, verdaderamente, electrizado. Se habla, entonces, en el momento en que charlamos del rock, de una relación entre el ser y la electricidad.
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